domingo, 23 de noviembre de 2008

De un mundo nada distinto

Las cámaras nocturnas, transformadas por sempiternas horas de taciturna autoflagelacion, buscan la comodidad y tratan de reestructurase en este nuevo ambiente creado por el pesar.

Mientras, él se mira en el espejo del armario haciendo muecas estúpidas, pruebas de incoherentes estados de ánimo, al mismo tiempo que se reafirma en su autodestrucción.

Sigue sin poder soportar su ausencia, y el sudor le aferra al mismo día de su marcha, para él, casi una eternidad.
Las mil y una vueltas que da en la cama cada noche, que es siempre la misma que la primera sin ella, es el único deporte con el que, sin fatigar el cuerpo, castiga la mente. Y las ojeras son mudos testigos que reafirman su coartada cuando, cada mañana, le bombardean con preguntas que responde con un gesto, delatando su violácea presencia.

El día es un cúmulo de sonrisas torcidas de simpatía, y tarareos y risotadas de autocomplacencia sumergidas por unas horas gracias a la mística del trabajo, tan fatigante como gratificante. Pero después le sobreviene la noche, y con ella, todos los fantasmas que no habían aparecido durante el día mas que por contadas referencias que recordaran sus vivencias, ahora amargas sin ella; y, llegadas las doce, se encierra en sus cámaras nocturnas y se imagina lo que es dormir.

Cualquier cosa alimenta su recuerdo. El menor comentario, o una imagen congelada avivan su hoguera de desesperación canibal. Una intensa ebullición que nunca se evapora. Sin descanso. Y su cabeza va cruzando medianas continuamente y su cuerpo no para de dar tumbos, sintiéndose apaleado cada día que pasa.

Así un día tras otro, sintiendo que las horas son semanas y comprobando como todo le devuelve al mismo suplicio nocturno sin poder o querer evitarlo.

Y mientras finje dormir, finje soñar banalidades, pero a lo último, el verdadero dormir se impone, así como el verdadero soñar, y no consigue pasar una noche sin ella.


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