miércoles, 10 de diciembre de 2008

El segundo baúl

La claridad que entraba por la ventana distrajo de forma repentina mi enloquecido sueño.Abrí los ojos obligado por la intensa luz de la mañana. Todo me daba vueltas. Opté por esconderme debajo de la almohada.En esos momentos, mi deseo más profundo era que alguien apagase el sol y que todo lo que inevitablemente se me vendría encima, pasase de largo.Pero tratar de escabullirme de todo aquello era completamente imposible. Así, primero el dolor de cabeza, y, a continuación, unas horribles nauseas, descubrieron mi escondrijo.Traté entonces de levantarme, con lo que a todos los horrores anteriores, se unió una aguda sensación de flaqueza que casi consiguió tirarme de la cama. Afortunadamente, mi peso hizo que me desplomase ora vez sobre ella.No sentía ni mis brazos, ni mis piernas. Apenas sentía el movimiento de mi pecho al respirar. Sólo era consciente de la existencia de mi cabeza y, por momentos, de mi garganta.

Joder, hacía años que no me sentía tan acabado. Estaba muerto. Seguro que si en ese preciso momento hubiese visto reflejada mi cara en un espejo, tendría que pellizcarme para convencerme de que aún pertenecía a este mundo...

... ¡Pero menuda tontería! Una enorme tontería desde luego. ¿Cómo podía estar pensando semejante cosa?

...¡Estaba vivo! Si me sentía así de destrozado era porque estaba comenzando a vivir. Me estaba quitando el caparazón de hastío que me dominaba. Y eso era mucho peso.
Los años pasados, llenos de monotonía, vacíos de sufrimiento físico habían sido enmascarados por esos grandes agujeros negros en los que se llegaron a convertir mi corazón y mi mente... y me sepultaron.
El escarbar buscando la salida iba a suponer vivir momentos como los que ahora me tocaba padecer. Todo debía sufrir una remodelación.

Estaba muy claro. Necesitaba sentir esos dolores y nauseas. Sufrirlos hasta quedar exhausto. Y después tendría que seguir y seguir castigando mi cuerpo.
La redención pasaba por desenmascarar esa tolerancia física, padecer, machacar mi cabeza, mis brazos, mis piernas. Todo.
Necesitaba quitarme ese antiguo armazón. Era vital romperlo para poder respirar, para volver a nacer.

Vivir.

Y entonces, en ese supuesto espejo, que unos instantes atrás me habría devuelto un reflejo turbio y carente de esbeltez, ahora vería luz. Un magnífico brillo de vida.
Y si en ese instante me volviese y observase el nuevo sendero que había empezado a recorrer, vería una huella más detrás de mi.


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